viernes, abril 05, 2013

"Luz de los escombros", de Manuel Pérez García. Por Miguel Veyrat.


Manuel García Pérez, joven poeta, filólogo, antropólogo y profesor de Orihuela dice en la contraportada del libro "Luz de los escombros" dedicado a la memoria de su padre: "La poesía ha sido siempre un ejercicio de autodestrucción en mi caso", para terminar el párrafo afirmando que "la vida es depredación y, en ese trance indómito, el hombre que contempla es el hombre que sobrevive.
Estos poemas que siguen, conforman la estremecedora última parte del libro titulada:

HENDIDURAS QUE LAS SERPIENTES HABITAN

   “Una vez, Brahms y Mahler se encontraban un verano en las cercanías de Ischl, (…) miraban fascinados el batir de las olas sobre las piedras; al final, Mahler levantó la cabeza y señaló hacia las pequeñas olas que seguían agitándose sin fin: -- ¿Cuál será la última?”

Alma Mahler.


I 

A esta escritura, devastándose,
fue atraído. Lo condujo a una neblina
que, a horcajadas sobre árboles
(sombras de encina que nos transitan),
sumerge sotos, volúmenes sin consistencia,
margosas ramblas, fósiles de serpiente en las hendiduras.

Si todo crepúsculo es sangre,
en ningún lugar 
extasía la vida más que en estos deshechos.

II

Las aves sortean fracturas del hielo,
divisan carroñas uncidas de luz,
a los hombres que ganan la carretera en silencio.

Por lo demás, hay otros que, cegados, abandonan,
quienes aprendieron la tenaz letanía:
La culpa es una carga demasiado ligera.
Bruñen de su sueño las mismas aves,
las otras brasas.

III

Al alba coagulan las ciénagas y mueren los elegidos.
La corriente arrastra las treinta monedas.
Un perro jadea bajo la soga, yacen otros
o sus prolongaciones de acero.
Las calizas los azogan, rumian desfiguras.


IV

Las anguilas se retuercen en la turba.
La mujer se elevó de las limosas orillas.
A nuestros vencidos siguió nuestro padre
y la ceniza que introdujo en su boca antes de marchar.
Todo sueño es una herida inescrutable,
no una rara ave que nos relumbrase.


V

El animal reflejado
eyacula mordiscos de luz.
En sus ojos acechantes,
una parturienta reposa
sobre grillos de tubérculo
antes de sorber el rojo escaramujo.
  

VI

Los que  llegaron conmigo nunca me dejaron solo,
escapamos al zarpazo de luz constante,
a la crepitación del roble, a quienes estrangularon
las ramas en aquellos desahuciados atajos.

¿Quiénes exclamaron
que entre nosotros no estaban los vivos?


VII

Tus manos olían a incienso.
Sentí el miedo entonces.
Litúrgicorealidad y alucinación
no saldrían jamás de mi boca.

Vacío estaba tu vientre
(cómo lo descubrimos) y el bosque nos invadió,
y nosotros, más ateridos,
con nudos en las muñecas,
fuimos acarreados hasta el promontorio.

  
VIII

Niega todo y sobrevive en este zarzal,
con sus ninfosis de mantis
y sus lanceoladas caléndulas.
¿No podrás velar acaso las brasas hipnóticas
o las hundidas piedras en el aljibe?
¿En qué margen divisaste el pájaro de sangre? 
Surgió de una somnolencia como otros utensilios
que proveen tus labios inconfesados.

IX

No descansan las enfangadas  raposas,
de soslayo vigilan émulas sombras,
acaso vislumbres de una hoguera.

Esa mujer que recupera el aliento
y muerde su cruz de plata
no recuerda qué es el descenso.
                                             

X

Los maizales crecían despacio
aunque el lodo fuera fecundo
(crecidas que nos arrasaron
por doquier antes de comprar la simiente).

Las manos curtidas de mi padre se vaciaron
y no pudo callar: “Aquí se acaba el cielo”.
Las viudas enmudecían
al recoger los podridos frutos.
“No habrá feria ni comida para los bueyes”.
El alba no era sonora y su luz nos consumió.

©Manuel García Pérez, "Luz de los Escombros" (Germanía, Alzira, Valencia 2013)





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